lunes, 16 de agosto de 2010

La sed de crecer entre agua no potable


La sed es un rito imparable de la vida. Uno de los mejores recuerdos de la infancia podría ser subir de jugar en la calle y beberse un trago de agua sin respirar y, con la respiración aún entrecortada por el último trago, pedir con un hilo de voz "más" a nuestros mayores -probablemente no llegabamos al grifo-. O llegar de hablar con los amigos con la respiración asincopada aún por el último trago de perspectivas de futuro, cuando nos damos cuenta de que, de mayores, podremos ser casi cualquier cosa y pedir con un gran caudal de voz a los adultos "más", tener sed de vida, sed de participación, sed de sociedad, sed de identidad, sed de nuestro papel en el mundo. Como decía, la sed es un ritual infatigable del ser humano jóven -independientemente de su edad-.

Me pregunto cómo sería vivir tres millones y medio de infancias, como si fuera una especie de rencaarnación sólo de la infancia. Son muchísimas. Mucha sed de todo, mucho empezar desde cero, mucho comprender el mundo poco a poco, deducir y dejarse seducir por el caudal de la vida. Tener tres millones y medio de veces la oportunidad de descubir el mundo. Eso no me cabe en la cabeza, no lo puedo sentir, pero sí puedo hacerme una idea con una población real.

Por ejemplo en Pakistan que, casualmente, tiene a tres millones y medio de niños amenazados de enfermedades en medio de mucha, mucha agua, sin nada más que agua. El agua desbordada por sí misma a causa de las lluvias del Monzón es la causante de ese gran riesgo, de que esos siete millones de ojos infantiles esten vendidos a un futuro incierto.

El agua nociva rodea a tres millones de niños con sed. Esos son muchos niños si los ponemos, por ejemplo, en fila uno detrás de otro. Los perderíamos de vista en el horizonte, pero cada uno lleva una sed, como la que recordamos nosotros cuando subíamos a casa, genuína en sí. Porque es la primera vez que están viviendo, empiezan desde cero, tienen mucho que comprender en el mundo poco a poco, que deducir.

Tienen sed de agua, pero aunque están rodeados de ella ésta les transmite enfermedades como la cólera, o hace que se multipliquen los mosquitos encargados de transmitir, por ejemplo, la malaria con una sola picadura, o les hace tener diarreas que no ayudan nada a su malnutrición, eso sin olvidar que no tienen ni ganado, ni cultivos y sólo dependen de unas ayudas de la Comunidad Internacional que se están considerando calderilla.

Pero hay otra sed, esa que no es urgente pero si emergente, que es la del futuro, la de buscar una identidad, la de sobrevivir, la de elegir. Un crío que no puede soñar, aunque sea entre la miseria, es contranatura. Pero sucede cuando la miseria sobrepasa la supervivencia y raya la muerte. Esta sed de vida también la tienen vetada. Ni siquiera se ha conseguido una cuarta parte de lo que pide la ONU para paliar el caos inicial - en el que 6 de los 20 millones de afectados, aún no han recibido nada de ayuda-, como para hablar de reconstrucción: de las cosechas, de los animales, de las casas, de las infraestructuras, de las escuelas que habría, de los centros de salud y de esas herramientas sociales que necesita un ser humano para llevar una vida ligeramente aceptable.

El niño del siglo XXI que puede saciar su sed se pregunta muchas cosas, como por qué no está llegando la ayuda o por qué los periódicos hablan con tanto desprecio de que las ONG islámicas asociadas a los talibanes están incrementando su ayuda para ganar adeptos. Nos quejamos de que los talibanes -cuyo respeto a los derechos humanos no se puede negar que brille por su ausencia- ayudan ante la catástrofe, cuando nuestra ayuda es indiferentemente insuficiente. Y desde nuestro mundo occidental nos extrañaremos en un futuro, cuando esos niños supervivientes sean adultos, de por qué en los países más pobres están tan enfadados con nosotros, que no hacemos nada. ¿Por qué no hacemos nada?


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