lunes, 30 de agosto de 2010

Las metáforas de la Patchamama no dan miedo en Occidente

No se en qué momento llegamos al punto de creernos en Occidente más poderosos que la naturaleza -hasta tal punto que incluso nos permitimos el lujo de jactarnos o compadecernos pasivamente del cambio climático-.

Diseccionemos los miedos en los países occidentales, los grandes monstruos o fantasmas que deambulan nuestras cabezas. Se habla de la economía como tótem poderoso capaz de crear el apocalipsis, como lastre para una sociedad diferente, como alas para comprar y vender los sueños. Otro de los temerarios es el terrorismo islámico visto desde el ojo occidental, ese grupo de personas que aparecen "de pronto" para volarse por los aires y hacer desaparecer con ellos todo lo que puedan, suicidas que dan alimento diario a la paranoia de Estado -justificada o no hasta el punto de caer en el maniqueísmo- y al discurso que define al enemigo, dinamita que nos puede eliminar a cualquiera de nosotros, cualquier día, a cualquier hora, en cualquier rincón. Amenaza imparable - aunque pocos han preguntado, pero pregutnar de verdad, qué quieren a cambio de la paz, porque tal vez si nos ponemos todos igual de honestos veríamos que lo de convertir el mundo al Islam en realidad no es tan importante como el derecho de todos los pueblos a no hundirse en la miseria y a disfrutar de los bienes que ellos mismos producen, algo que actualmente no sucede-.

Pero también tenemos pánico de nosotros mismos, de nuestro organismo. Por la sangre de miles de personas fluyen productos químicos, mecidinas, y en el terreno de lo inmaterial languideces psicológicas inalcanzables, creadas por nuestra propia sombra, nos atormentan noche y día. La palabra cáncer nos hace temblar, nos hace escanear cada centímetro de nuestro organismo con sospecha terrorífica y es capaz de quitar el peso de cualquier otra cosa en el mundo para convertirse en el plomo total que nos hunde. Es el pavor incontrolable de llevar al enemigo dentro.

Pero en el mundo occidental preguntemos a cualquiera por la Tierra. Nadie teme al planeta. Nadie abaraca con su mente todos los kilómetros cuadrados -o mejor dicho redondos- de un ser vivo como es la Tierra. Nadie teme a las corrientes de sus mares de profundidades infinitas -podría hacerse un símil entre las aguas y la psicología humana-. O a la sequía, eso que sucede cuando la Pachamama se niega a dar la vida en un terreno -la desilusión y la desesperanza-. Nadie se imagina placas tectónicas del tamaño de los rascacielso resquebrajándose, ursurpando el equilibrio de todo ser vivo, agitando con una fuerza inhumana la mínima expresión de la existencia que tenemos: pisar el suelo -como le sucede a los parias de la pobreza-. A ningun occidental le quita el sueño la respiración y la digestión del planeta, esa bola de fuego más entorbellinada que el propio infierno dispuesta a salir disparada en cuanto las presiones no puedan más y estallen -el magma sería un sinónimo de sociedad oprimida-, expulsando gases tóxicos y gelatinas de sol abrasador, carbonizando todo a su paso -como los enfrentamientos que suceden cuando los avasallados ya no pueden más-.

El niño del siglo XXI se pregunta por qué los volcanes, como el que acaba de despertar en Sumatra desalojando a 27 mil seres humanos, las riadas y los tsunamis, las sequías o los terremotos siempre ocurren en las zonas más pobres. ¿Su pobreza es el efecto de esos desastres naturales? ¿O es por el contrario una metáfora manifestada por la tierra sobre la vida que les toca sacar adelante a la mayoría de los habitantes que viven sobre ella?

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